Confesiones de un alma abatida: Andrés Guacurarí
Confesiones de un alma abatida: Andrés Guacurarí
No entiendo el porqué de este absurdo abatimiento entre las penumbras, si yo sabía que algún día terminaría así. Quizás porque aquello lo veía tan lejos, tan irrealizable. Pensé que llegaría cuando me doliesen los huesos y ya no tuviese fuerzas para caminar, o cuando mi mente cansada ya no se turbase por pensamientos desgarradores e inicuos. Ahí sí me entregaría, daría mí vida teniendo la certeza de que mi gente viviría libre y en paz en sus tierras. Pero no, hoy me encuentro encerrado entre cuatro paredes que me ahogan lentamente.
La luz tenue y fugaz que entra cada mañana por las rendijas de la única ventana, con forma de rectángulo mal diseñado a propósito para que la cárcel se ilumine por un intervalo breve, me da esperanzas. Esperanzas que se desvanecen al igual que yo con el correr de las horas.
Ya no sé si soy yo el que está sentado en un rincón con las rodillas dobladas y sujetadas fuertemente por unos brazos delgados para que no tiemblen hiperbólicamente, así como alguien esquizofrénico a punto de adentrarse en la locura. Más bien creo que no soy, ¿Seré algo? Parte de mí quedó fundida entre las tinieblas de esta prisión. Mi alma, que tardó tantos años en rendirse, ahora es parte de ella, de la nubosidad oscura adueñada de este sitio lóbrego y sucio.
Ya no le temo a la negrura, si ella es mi compañera de todos los infernales días que ya no son días. Ahora que mi alma se unió con el oxígeno penetrante de esta celda, puedo ver mi cuerpo desde afuera. Allí sigue en el rincón, intentando controlarse, intentando ser la esperanza, tal vez porque sus oídos alguna vez habrán escuchado entre tantas palabrerías “mientras hay vida, hay esperanza”.
¿Pero de qué esperanzas hablan? Yo creo que ni ella quiere acompañarme. Me habrá abandonado hace un tiempo atrás cuando sintió cómo me ataban las manos y me sacaban entre burlas la poca ropa que tenía, colocando sobre mi cuerpo desnudo un pedazo de cuero. Sí, como lo leen. Parte del cuerpo de un animal que también habrá sufrido; pero esta vez no por mi culpa. Me compadecí de su final, ya que ambos fuimos víctimas por querer ser libres en nuestras tierras.
Sí, fueron miles de kilómetros los que caminé en ese estado inhumano. No los podría haber contado aunque me hubiese ayudado a evadir mi realidad, como quien cuenta ovejas cuando tiene insomnio. Todavía tengo en mi nariz el olor repugnante del cuero disecado sobre mi piel, ¿y cómo no? Si queriendo buscar una carne en donde refugiarse se apegó tanto a mi cuerpo, disecándolo también y arrastrándome en su sufrimiento. No puedo decir con exactitud cuánto caminé; pero sé que fueron muchos kilómetros. Lo vuelvo a decir, porque sentí cómo mi sangre caliente brotaba de mis talones rajados que ardían por el desgaste de mi piel. Me quemaba vivo con mi propio cuerpo cuando marchaba involuntariamente como un esclavo por los caminos terrados de piedras puntiagudas y calientes.
También puedo decir que fueron muchos, dado que mi cuerpo a gritos pedía agua, tan solo un sorbo de agua y no se los cuento para que me tengan piedad, sino porque quiero ser la última víctima de este asedio. “Jamás negarás un vaso de agua”, recuerdo que una vez lo leí en las sagradas escrituras cuando tenía como maestro a un sacerdote que me enseñó a leer y a escribir. En cambio, los que me oprimían por más blancos y educados que se creyesen no sabían nada sobre la piedad, sobre el amor y sobre la libertad.
Por más que me tratasen de bárbaro, yo nunca quise matar a los suyos a sangre fría. Siempre busqué el diálogo, pero si ello no resultaba, ¿qué otra opción tenía? No dejaría que martiricen a los míos porque yo estaba en lo justo. Sí, esas son sus tierras, no de aquellos que traen unas monedas de oro ¿Cómo podría permitir que vivieran cruelmente y que su existencia se limite solamente a fregar las inmundicias de aquellos que creen ser los dueños del mundo por haber nacido con tez blanca y en cunas de oro? Ellos, que con tanto fervor quisieron adiestrarnos con las escrituras, no deberían dudar de si somos todos iguales.
Temblando, volví a mi realidad por unos instantes, cuando mis párpados sintieron el resplandor de la luz. Abrí mis ojos queriendo no abrirlos, pero necesitaba sentir aquella esperanza para soportar ese encierro. Se fue apagando el destello y volví desesperadamente a mi mente, justo en donde me había quedado antes de que mis párpados se iluminaran. Ahí vi mi cuerpo, se arrastraba con cada paso, cargando su cruz en un ambiente de risas e insultos. Escuché murmullos de que estábamos por llegar, pero aún el sol estaba muy fuerte y sentí cómo se disecaba la piel del pobre animal sobre mi cuerpo desnudo. No pensé en mi padecer; aunque si en el de ellos, por quienes luché. No sabía si se encontraban bien y si todo aquello que hablamos con Artigas, mi padre adoptivo, seguiría en pie. Confiaba en que volverían a luchar y a recuperar la Banda oriental, allí en donde fui derrocado y que mi gente por fin viviría en paz en sus tierras.
Desperté asustado de mis recuerdos. Mi cuerpo dejó de temblar porque mi mente recordó que algo hizo bien: guío al ejército de los Pueblos Libres y con ellos liberó a muchos pueblos y recuperó a varias de sus tierras. ¡Oh, fieles compatriotas! Lucharon hasta la muerte ¡todos unidos sin distinción de raza y color! Mi alma en medio de la turbación observó a mi mente y a mi cuerpo que se encontraban afligidos en la memoria. Vio como los ojos de mi cuerpo se inundaban en lágrimas y se dio cuenta que al liberarse él, no lo liberaba de los sufrimientos, sino que lo dejaba aún mas solo.
Después de unos instantes de espera agobiada sentado en mi rincón, llegaron los civiles a buscarnos y en fila nos llevaban hacia la hoguera. Yo llamaba así al castigo de picar piedras bajo el imponente sol de mediodía. A medida que mis brazos rompían las rocas inconscientemente, yo viajaba en mis recuerdos, evocando cada triunfo para evadir la rutina torturadora. La lucha contra las tropas paraguayas y luso-brasileñas, recuperando de esa manera las tierras y la libertad de los pueblos de las Misiones Orientales y Occidentales. Candelaria, Santa Ana; San Ignacio mini, Apóstoles y San Carlos nombradas actualmente.
Vi una roca del tamaño de una cabeza adulta y la golpee enérgicamente.No sé de dónde saqué tantas fuerzas, quizás porque con ella rememoré los símbolos de la colonización española que abolí siendo Gobernador. Dejé caer unas lágrimas puesto que recordé el lema de mi reforma agraria: Los más infelices serán privilegiados. Bajé mi cabeza, y luego la levanté rogando al cielo y a Dios que mande un alma bondadosa para que no estén desamparados. Luego, noté que se distrajo el civil que nos vigilaba a nosotros los prisioneros y aproveché ese momento para hacer una pausa en memoria de mis compañeros de lucha, los más infelices; los que nacieron en la esclavitud, los que lloraron por un trozo de pan, los que no eligieron ser nombrados pobres por los blancos vestidos con piedras brillantes si ellos también humildemente estuvieron alguna vez rodeados de aquel metal.
Llegó la noche, y me encontraba nuevamente en la celda oscura. El olor que emanaba ese lugar era nauseabundo, asfixiante. La tristeza, la rabia y la melancolía ya eran parte del calabozo, no se irían. Me acompañaban en cada delirio, hacían que me sintiera vivo, atormentado en mis pesares ¿Cuándo va a terminar? Me pregunté por quinta vez en la noche acostado en posición fetal sobre una bolsa que tenía por cama y que estaba húmeda. Todo era húmedo en ese lugar; las paredes, mi cuerpo y el suelo. Mientras tanto, mi alma dispersada entre sombras buscando una salida finalmente se unía a mi cuerpo para refugiarse en las memorias, aunque fuesen dolorosas. Ella también pensaba que era mejor aquello que estar en un mismo sitio por tantos años.
Nuevamente comencé a delirar, además mi cuerpo que una vez fue fuerte ardía en fiebre por habitar en condiciones insalubres. El delirio me llevó muy lejos. Ahora me encontraba en los túneles sombríos que fueron nuestra salvación cuando derrotamos a los brasileños para recuperar parte de las Misiones Orientales. Iba caminando solo por ese sitio, un pasillo fino y muy oscuro. Pronto se unieron a mí las almas de los caídos, guaraníes, mulatos y mestizos. Todos íbamos en la misma dirección, de manera uniforme y no teníamos nuestras lanzas porque éramos vencedores. Muertos pero vencedores. En la salida del túnel, nos estaba esperando un monje sin cabeza para ser nuestra guía, no estaba completo porque quiere recordarnos eternamente cómo fue su calvario y el maleficio de los humanos. Recorrimos el lugar, no era el mismo que cuando luchamos, era un espacio transformado con un suelo verdoso y marcado con líneas blancas, no sabía si era parte de un ritual o de qué tantas extrañezas que realizan los humanos.
En fin, aquello fue parte de nosotros en épocas anteriores, parte de nuestra iglesia. El sacerdote sin cabeza siguió siendo nuestro guía y ahora estábamos en un nuevo templo religioso, era una construcción tan diferente. Me dirán que estoy loco si les cuento lo que vi. Afuera del templo estaba yo, pero me veía tan diferente hecho de piedra, sin sentimientos dolorosos. Me alegré de ser así, solo una estatua. Por lo menos estando de esa forma no sufría. Quise leer la descripción de ese arte, no obstante mis oídos retumbaron por los gritos de otros compañeros prisioneros y desperté aún con fiebre, angustiado por aquel sueño tan real. Les confieso que sentí miedo, como si el fin estuviese cerca de mí.
Los escalofríos, la fiebre y los delirios siguieron por unos días. Ya no me llevaron a picar piedras, me dejaron con la muerte en mí rincón. Yo era dueño de ese lugar y me sentaba allí porque creía que estar en el centro es como estar en la plenitud de la soledad. En cambio, en mi rincón también me sentía solo pero en una ración más pequeña puesto que solo frustraba a mi cuerpo, a mi alma y a mi mente. Cerré mis ojos queriendo volver a soñar.Sin embargo la fiebre me consumía. Ya no podía ni siquiera viajar en mi mente y en mis recuerdos. Necesitaba sentir un abrazo, también unos cálidos brazos que tocaran mi pecho y unas manos suaves que sujetaran profundamente las mías. Lo desee tanto que la vi a ella, a mi Melchora, a mi guerrera guaraní. La vi sonriendo y sus ojos no se despegaban de los míos. Se adueñó de mí un calor sofocante al sentir sus labios. Me dejé llevar, y mi cuerpo dejó de temblar expulsando el último suspiro con aquel beso de la muerte.
¡Muy bueno!
ResponderBorrar¡Gracias!
ResponderBorrarMuy lindo cuento!!!
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