Destellos
Su vista comenzó a cegarse con los destellos del atardecer, el sol más que nunca, iluminaba todo a su alrededor, como si fuese la última vez que alumbraría la faz de la tierra. Unos minutos antes, había mirado su reloj, lo había sacado del bolsillo izquierdo de su campera negra. Ya no sabía si llamarlo reloj o lo que quedaba de el, había sido un regalo de su nieto por su cumpleaños número sesenta, pero debido a su torpeza y baja visión lo había maltratado. Pensó en él, quizás habrá cumplido los veintiún años, ansiaba verlo; sin embargo sus estudios lo tenían muy ocupado y ya casi no viajaba al pueblo – y si me subo al colectivo y lo caigo de sorpresa- esa idea rondaba una y otra vez en su cabeza, pero desconfiaba. Ya no tenía el mismo coraje que antes. Aquel anciano creía que si se iría muy lejos, tan solo sería para quedarse tirado por algún badén, perdido entre las peligrosas calles de la ciudad o pensaba que quizás sus frágiles piernas no aguantarían tanto tiempo sentado en un autobús, o por algunas causalidades de la vida algún susto del camino lo llevaría a quedarse intacto, a dejar de respirar.
De pronto, como por destellos del atardecer, aquel colectivo paró frente a él, y sin dudarlo subió. Se sentó junto a la ventanilla, quería mirar e imaginar cómo sería despegarse de su pueblo escondido. Quería ver, aunque sea por última vez, cómo el atardecer iba ocultando los colores de los preciados paisajes, cómo el verdor de las copas de los árboles se cubría de oscuridad, y pensaba que tal vez aquello serviría para que la gente no se cansase de verlo, porque al amanecer, los ojos encontrarían tantos colores hermosos y aquello sería como el nacimiento de la esperanza, tal vez se encontraría con algo nuevo como una nueva ave posada sobre la copa de los árboles, alzando a viva voz melodías inigualables. A medida que viajaba, la noche iba dando su paso, el silencio arrasaba ante la plenitud de aquellos paisajes.
Pensaría que aquello sería como cerrar los ojos. ¿Quién no abra caminado por la oscuridad con los ojos cerrados?, ¿Quién no habrá encontrado su similitud con la noche?. Ahora ve cómo se prenden las luces de las pocas casas, una tenue luz resurge cada dos kilómetros. Imaginaba lo que sucedía adentro de aquel hogar: veía la figura de su madre, ella prendía el kerosene, lo hacía cada anochecer, al instante su mano áspera de trabajar en la chacra, se encontraba revolviendo por última vez aquella sopa, la probaba con la cuchara de madera. Se podía sentir el olor a la mezcla de verduras sazonadas. Luego colocaba los platos sobre mesa, lo hacia con tanta delicadeza, y después la servía. El vapor que emanaba en su caída impregnaba sus fosas nasales. El sacudón de su cabeza lo despierta con el sabor del choclo entre sus dientes. Corre con pasos lentos hacia la puerta principal, quiere bajar e ir a su casa, allí lo espera su madre, allí lo espera la sopa, el vapor todavía emana el olor a las verduras sazonadas. Pide al chofer para bajar, este parece perdido entre los caminos de la carretera, aquella figura comienza a desvanecerse, y el viejo tiembla, sus piernas yacen intactas, su pulso deja de latir y el brillo del atardecer cubre su lánguido cuerpo.
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